13/2/11

POLÍTICA - EL PODER DE MOYANO

La rebelión sindical
Dice Elisa Carrió que Hugo Moyano es el jefe de Cristina y Scioli, que ha hecho de la extorsión el principal método político y como resultado se ha erigido en el gran empresario y oligarca de la Argentina.

Lilita no es la única persona que piensa así. Desde que sucedió al metalúrgico Lorenzo Miguel en el papel de sindicalista emblemático, el camionero es para muchos el enemigo más peligroso de la democracia, del imperio de la ley y de la economía, un hombre que, de quererlo, podría hacer del país un auténtico aquelarre.

Los demás empresarios le temen; además de bloquear esporádicamente sus plantas, Moyano quiere que los sindicatos –es decir, él y sus amigos– compartan sus dividendos. También le temen los demás sindicalistas que lo ven quitándoles afiliados so pretexto de que a veces utilizan camiones o camionetas. Como una fuerza de la naturaleza, Moyano sigue aprovechando la debilidad ajena para ocupar más espacios; la jefatura del PJ bonaerense, la de la CGT, el puerto de Rosario, el reparto de diarios que no lo tratan con el respeto debido, lo que sea. Con la ayuda de sus igualmente combativos hijos, siempre va por más.

No extraña, pues, que tantos hayan llegado a la conclusión de que hay que frenarlo antes de que sea tarde. Con pocas excepciones, los alarmados por la belicosidad del camionero coinciden en que, tal y como están las cosas, sólo la Presidenta de la República está en condiciones de hacerlo, que si Cristina se animara a romper con él enviaría un mensaje que sería captado enseguida por la Justicia que, por lo de “la mafia de los medicamentos”, lo haría acompañar al compañero Juan José Zanola, líder vitalicio de los bancarios, que desde hace más de un año languidece entre rejas.

Pero: ¿podría darse Cristina el lujo de enfrentarse con el sindicalista que, según Carrió, es su “jefe” y que, a juicio de otros, es a partir de la muerte de Néstor Kirchner el hombre más poderoso del país? Para la Presidenta, es todo un dilema; el Gobierno ha colmado de favores a Moyano y otros sindicalistas a cambio de su comprensión, por decirlo así, pero no se ha asegurado su lealtad. Asimismo, no puede sino entender que por motivos constitucionales el poder de los políticos es pasajero –a lo sumo, a Cristina le aguardan casi cinco años más en la cima–, pero el de los sindicalistas no tiene fecha de vencimiento; para ellos, 20 años, o 30, no es nada.

Desafortunadamente para ella, y para el país, Cristina es presa del esquema corporativista que el general Perón importó de la Italia del Duce Benito Mussolini en que el sindicalismo con personería jurídica forma parte del partido que, desde su nacimiento, se supone dueño del Estado nacional. Cuando un intruso se ha instalado en “la casa de Perón”, la rama sindical del movimiento se las arregla para hacerle la vida imposible organizando un sinfín de paros generales.

Cuando el Gobierno está en manos peronistas, la rama sindical debería colaborar, impidiendo que la puja salarial salga de madre, lo que a menudo le es difícil ya que ha de tomar en cuenta no sólo los intereses concretos de los afiliados sino también defender a los miembros de la oligarquía sindical permanente contra los ataques de rivales, por lo común de retórica izquierdista, que están resueltos a desensillarlos y que, de más está decirlo, se ven potenciados por la inflación.

Moyano y sus compañeros suelen aseverar que los aumentos salariales no inciden en el costo de vida; sería lindo que fuera así porque de ser verdad la Presidenta podría duplicarlos o triplicarlos por decreto, pero por desgracia se trata de un disparate.

Todos sabemos lo que sucedió cuando Isabel estaba en la Casa Rosada. Obligada a elegir entre el realismo económico y la necesidad de pactar con los sindicalistas, optó por el primero con consecuencias catastróficas por tratarse de un sapo que ni siquiera el peronista más omnívoro estaba dispuesto a tragar.

Por fortuna, el panorama frente a Cristina es menos apocalíptico, pero ella también tendrá que encontrar el modo de apaciguar a los muchachos que dicen apoyarla sin permitir que se desate el caos. Les pide prudencia, insiste en que los obreros han estado entre los más beneficiados por los frutos del “modelo económico” armado por su marido y que, al “profundizarlo”, tendrán motivos de sobra para festejar, pero hasta ahora sus palabras han caído en el vacío.

Como suele suceder antes de iniciarse la temporada de paritarias, el Gobierno y los jefes sindicales se han puesto a hablar de pisos y techos. Hace algunas semanas, Moyano dio a entender que “veintipico por ciento” sería la cifra de referencia apropiada, ya que, insinuó, sería suficiente como para permitir que los asalariados recuperen lo perdido a causa de lo que llama “la inflación de supermercado”, pero, consciente de que las bases no se dejarían engañar tan fácilmente, pronto cambió de opinión afirmando que en esta ocasión no habrá ni techo ni piso.

Tuvo que desdecirse ya que, con la eventual excepción de Guillermo Moreno, todos saben que el costo de vida está subiendo a por lo menos el 25 por ciento anual y que, para más señas, el ritmo inflacionario propende a acelerarse, sobre todo para los rubros incluidos en la canasta familiar de los pobres e indigentes.

Así, pues, algunos gremios considerados opositores están reclamando aumentos del 35 por ciento o más, lo que horroriza a los empresarios cuyos representantes sectoriales dicen querer un techo del 15 por ciento. No es que los empresarios tomen en serio el Indec de Moreno que nos informa que la tasa de inflación anual apenas supera el 10 por ciento, sino que comprenden que les espera una lucha larga, dura y confusa contra sindicalistas convencidos de que en un año electoral el Gobierno terminará convalidando sus pretensiones.

En el mundo actual, el sistema corporativista en que los distintos “sectores” negocian acuerdos que supuestamente regirán en todo el país es penosamente anticuado. Hay empresas que podrían pagar mucho más a sus empleados, pero también hay otras que correrían el riesgo de hundirse si se vieran constreñidas a emularlas.

Asimismo, son enormes las diferencias entre las zonas más pobres del país y las relativamente prósperas. Pero si bien la descentralización sería lógica, tanto los sindicatos como el Gobierno se aferran al esquema tradicional; aquellos porque les asegura el protagonismo lucrativo al que se han acostumbrado y este porque aún abundan los funcionarios que se imaginan capaces de manejar la economía nacional como si fuera una empresa gigantesca o, dirían los maliciosos, una estancia.

En ambos casos, los contrarios a la descentralización, y al desmantelamiento del modelo copiado de “la Carta di Lavoro” de la Italia fascista, juran estar combatiendo al cuco “neoliberal”, razón por la que nunca se les ocurriría permitir la “anarquía” que a su juicio provocaría una mayor libertad sindical.

El modelo sólo puede funcionar cuando no hay duda de que el Gobierno, que desde el punto de vista de personas como Moyano forzosamente tiene que ser peronista, lleva la voz cantante y por lo tanto es capaz de disciplinar a las huestes de su “rama” sindical. De difundirse la sensación de que el Gobierno depende demasiado de sus putativos aliados, todo se pudre, como en efecto acaeció en 1975, el año clave de la década favorita de los kirchneristas al que quisieran regresar para entonces empezar de nuevo.

A menos que Cristina consiga convencer a Moyano y compañía de que es lo bastante fuerte como para domesticarlos para que actúen con la “prudencia” que les exige, los meses próximos se verán dominados por paros salvajes, manifestaciones callejeras, cortes de rutas y, por supuesto, una tasa de inflación cada vez más alta que provoque estragos entre los millones que viven de la mitad negra de la economía en que rigen normas que sólo el “neoliberal” más dogmático aprobaría.

Puede que a esta altura sea inútil señalarlo, pero para los trabajadores argentinos el modelo sindical peronista ha sido un desastre sin atenuantes. En términos políticos, el orden corporativista en que se basa fue una obra maestra, puesto que permitió la consolidación del poder de una minoría –una oligarquía– conformada por sindicalistas, políticos populistas y empresarios cortesanos, pero es dolorosamente evidente que ha servido para mantener el país atrapado en el orden socioeconómico ya arcaico que se construyó a mediados del siglo pasado.

Todos los intentos de salir de dicho orden han fracasado gracias al accionar conjunto de sindicalistas ultraconservadores y políticos ídem liderados en la actualidad por Moyano y Cristina, y también a la mentalidad propia de un esquema que es el único que ha conocido buena parte de la población y que por lo tanto le parece inmodificable.

Mientras tanto, la Argentina, con sus dirigentes comprometidos con lo que en otras latitudes es una reliquia de épocas ya idas, ha perdido terreno primero frente a Italia y España, países en que hasta poco más de una generación atrás eran más pobres, y últimamente frente a Brasil y Chile. A pesar del crecimiento macroeconómico posibilitado por una coyuntura internacional fabulosamente favorable, los ingresos de los obreros argentinos no tardarán en ser inferiores a los percibidos por sus homólogos de las zonas industriales de China.

Serán “competitivos”, eso sí, pero lo serán a costa de la depauperación de decenas de millones de personas.

Autor : James Neilson
PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald



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