De esta forma, cientos de militares con destacados servicios y carreras impecables, después de haber permanecido sin objeción en sus respectivas fuerzas, ascendido a jerarquías superiores en plena democracia, comenzaron a ser imputados por la justicia por hechos de casi treinta años atrás, detenidos y sometidos a un largo encarcelamiento sin pena ni juicio. El mismo Estado que les encargó aniquilar las fuerzas irregulares que sumieron al país en la violencia de una guerra revolucionaria; el mismo Estado que les impartió luego las órdenes de combate mediante las cuales derrotaron a las organizaciones terroristas, el mismo Estado que dictó leyes que significaron tres amnistías sucesivas, y el mismo Estado que revisó prolijamente sus casos y los mantuvo en actividad muchos años después sin cuestionar su conducta, cambia radicalmente de postura muchos años después para instalar una persecución tardía e ilegal.
La ley del Congreso anulando otra ley del Congreso cargaba desde lo jurídico, más defectos que las leyes que ella anulaba. El plan político en marcha dependía entonces fatalmente del Poder Judicial, cuyo concurso era indispensable para doblegar los derechos y garantías que la Constitución confía a los jueces proteger y tutelar. La Corte Suprema de Justicia tenía que sumarse a la empresa, máxime porque sus fallos habían reconocido y aprobado el estado de cosas que se pretendía ahora demoler. El presidente Néstor Kirchner consumó por tanto un verdadero golpe de Estado contra los jueces de la Corte Suprema que le serían hostiles, a quienes aisló y descalificó por una fuerte campaña de propaganda que los mostró como la mayoría automática proclive a apoyar la gestión del anterior presidente Menem. Logró así, por las vacantes que empujó en la Corte, una mayoría automática propia dócil para acompañar sus designios.
En “Arancibia Clavel”, en un caso de extradición –juzgado propiamente por los principios de derecho internacional- la Corte suprimió de raíz el tradicional instituto de la prescripción fundado en las normas específicas vigentes que extinguen a tiempo dado el derecho a la persecución criminal. La mayoría sostuvo que el delito de asociación ilícita era un delito de lesa humanidad por tanto imprescriptible, haciendo aplicación retroactiva de la Convención sobre Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa humanidad, que la República Argentina suscribió en 1995 por la Ley 24.584. Un delito común del derecho penal interno, la asociación para delinquir del Código Penal, se convirtió de pronto en delito de lesa humanidad por simple decisión de la Corte, pese a que ninguno de sus elementos típicos contiene esa connotación y sólo refiere una modalidad de delito de peligro usada para combatir el crimen organizado. Con apoyo en una Convención internacional que no entró en vigencia hasta muchos años más tarde o, como otros jueces que hicieron mayoría, por la invocación de una incierta costumbre internacional carente de formulación alguna, se creó una categoría de delitos de lesa humanidad que no está en la ley y sólo resulta de la modalidad de conducta en análisis según la opinión, parecer o voluntad de los que juzgan, contra la regla de la tipicidad penal que actúa la garantía de legalidad de la Constitución Argentina.
A su término en Simón declaró la nulidad de las leyes de punto final y de obediencia debida convalidadas en numerosos fallos desde 1987 hasta 2003 invocando el caso Barrios Altos de la Corte Interamericana de Derechos, que data de 2001 y donde dicho tribunal internacional descalificó, como los tribunales argentinos en 1983 con la Ley 22.294, la ley de autoamnistía del gobierno peruano. La dificultad que le presentaba el hecho de que las dos leyes mencionadas tenían en el caso argentino origen democrático ajeno al gobierno militar, fue sorteada señalando que los delitos de lesa humanidad son imprescriptibles y no amnistiables por mandato del mismo derecho de gentes que nacería del consenso de las naciones formado después de la Segunda Guerra Mundial. Como dijera un ex Presidente argentino recientemente, “no existe ley en el mundo que le impida perdonarse a los hermanos”. El derecho de gentes invocado por la Corte –que jamás podrá ser fuente del Derecho Penal que exige ley escrita para señalar lo prohibido- colisiona con 3.500 años de cultura judeo cristiana, de la cual Argentina es heredera, que instauró primero el Yom Kiphur, el acontecimiento del perdón y la reconciliación, como su más importante celebración, mientras que instauró el perdón no una ni siete veces, sino setenta veces siete.
La Corte Suprema busca apoyo –como vimos- en un precedente internacional marcadamente distinto para desconocer una potestad expresa atribuida al Congreso de la Nación por la Constitución Argentina. Y abandona de esa forma la condición de máximo tribunal judicial del país al subordinar su juicio al caso aislado y posterior de la Corte de Costa Rica (“Barrios Altos”) en un caso de autoamnistía no aplicable a las leyes de perdón que desconoce, y renuncia a su vez a la potestad constitucional de preservar a la Constitución como ley suprema del país. Desde Simón entonces, el derecho penal en Argentina no tiene fuente necesaria en la ley ni rige por ende el principio de legalidad; para la Corte es permitido y válido que una costumbre que sólo se invoca y ni siquiera se prueba, disponga sobre características, contenido y gravedad de la potestad estatal de punir.
En Mazzeo la Corte declaró nulo el indulto presidencial dictado a favor del general Santiago Omar Riveros pese a tratarse del ejercicio de una potestad o autoridad que la Constitución discierne al Presidente de la Nación por una cláusula concreta y específica. No existe tratado, jurisprudencia o costumbre internacional que apoye tal cosa. Pero además en el caso particular existe un pronunciamiento de época de la propia Corte Suprema convalidando el decreto que otorgó el perdón, por lo que la Corte también se arrogó autoridad para revisar la cosa juzgada por ella misma y el derecho a anular la cláusula constitucional que prohíbe el doble juzgamiento.
Finalmente, mientras propicia la persecución criminal contra los miembros de las fuerzas legales que combatieron el terrorismo en los años setenta, la Corte Suprema protege a los cuadros de las organizaciones terroristas sindicados por delitos cometidos en el mismo contexto. Al fallar en “Lariz Iriondo”, un caso de extradición de un terrorista de la banda ETA refugiado en Argentina, resolvió que –a diferencia de lo que declarara respecto de jefes, oficiales, suboficiales, soldados y policías- los delitos perpetrados por las organizaciones terroristas prescriben conforme a las reglas comunes. Las amnistías dictadas desde 1973, igual que los indultos también repetidos desde entonces, tienen plena validez y están intactos más allá de declararse extinguidas por prescripción toda acción penal de este cuño, sólo para los terroristas, en lo que constituye una doctrina discriminatoria y aberrante que no tiene precedente en la historia jurídica de la República.
Es del caso señalar que las cláusulas señeras de la Constitución Argentina son iguales a las del mismo corte que campean en las cartas fundamentales de todos los países civilizados, desde la Constitución de Filadelfia. Y que esas mismas reglas se han consagrado invariable y ampliamente por todas las disposiciones del derecho de los tratados que regulan el derecho de los derechos humanos. Así los artículos 11, 22 y 24 del Estatuto de Roma: “Nadie será penalmente responsable de conformidad con el presente Estatuto por una conducta anterior a su entrada en vigor” prohibiendo la aplicación retroactiva de la ley penal y la analogía, por lo mismo que se trata del uso apropiado del poder punitivo del Estado, el respeto por los derechos primeros del ciudadano y la salvaguarda de la seguridad jurídica que asegura la convivencia en paz.
El derecho argentino vigente al tiempo de los hechos de violencia que asolaron al país en la década del setenta exige observar el principio de legalidad, no contempla, regula ni caracteriza los ahora llamados delitos de lesa humanidad, prevé la extinción de la acción penal por el transcurso del máximo de la pena prevista para el delito de que se trate, prohíbe la analogía, no tolera a la costumbre como fuente del castigo o persecución penal, tiene a la cosa juzgada como un bien que el titular hace suyo en propiedad inviolable y consagra los principios de ley más benigna y duda favorable. El plexo normativo es contundente y francamente adverso a la doctrina de la Corte Suprema de Justicia argentina, que cumplió un papel meramente político encubierto tras un argumento dogmático que tampoco se ajusta a la verdad: el derecho de gentes no consagra lo que se declama ni convierte tal cosa en principio señero, superior y santo para derribar el cúmulo de disposiciones igualmente funda mentales que dicen lo contrario.
De este modo, para llevar a la práctica la persecución asimétrica y tal como lo vienen denunciando numerosos tratadistas, la nueva mayoría automática de la Corte Suprema con el pretexto de la gravedad de los hechos ha elaborado un derecho penal diferenciado, caracterizado por dos factores principales: a) se aplica sólo a un determinado grupo de la sociedad; b) es una modalidad neopunitivista, un derecho penal marginado de todas las garantías constitucionales consagradas para proteger al ciudadano de los excesos del poder estatal.
Los votos en minoría de los jueces de la Corte Fayt, y Belluscio, juristas de sólido prestigio nombrados en 1984 por el ex Presidente Alfonsín, acompañados por el Dr. Vazquez, descubren el estado de cosas al marcar la posición correcta en los casos Arancibia Clavel y Simón... Señalan en efecto que si bien la reforma constitucional de 1994 incorporó los tratados internacionales al artículo 75 inciso 22, no “derogan articulo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos” que, como dispone su artículo 27, deben conformarse “con los principios de derecho público establecidos en esta Constitución”. Destacan que la incorporación de los tratados no permite violar el principio de legalidad del artículo 18 haciendo aplicación retroactiva de un tratado o invocando la mera costumbre internacional. Luego, refiriéndose al argumento de la gravedad usado por dos jueces de la mayoría para sostener la imprescriptibilidad de los delitos considerados, los doctores Fayt y Belluscio observan que las garantías de la Constitución están para ser aplicadas sin distinciones arbitrarias sin que pueda aceptarse “ que la gravedad o aún el carácter aberrante de los hechos que se pretende incriminar justifique dejar de lado el principio de irretroactividad de la ley penal, preciada conquista de la civilización jurídica y política” (del voto del doctor Belluscio).
Fueron muchas las voces de alarma que se levantaron para objetar los fallos de la Corte. Vale referir en particular la declaración de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales que, analizando los casos Arancibia Clavel y Simón en su dictamen del 25 de agosto de 2005, en dictamen suscripto por unanimidad, condenó los mismos señalando que eran claramente inconstitucionales por cuanto violaban –entre otros- los principios de legalidad y de irretroactividad de la ley penal más gravosa.
La declaración pública del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires del 15 de febrero de 2007 se refirió a la inequidad de la doctrina sentada por la Corte, señalando que el delito de lesa humanidad se define “por las características y alcances de los hechos, sin establecer distingos en razón de quiénes son víctimas ni sus autores, es decir, si estos últimos son integrantes o no de algún organismo o fuerza estatal”. Y apunta que la Corte “a partir del caso ‘‘Lariz Iriondo ’, en contra una creciente y firme tendencia internacional, ha limitado incorrectamente el alcance de los delitos de lesa humanidad a aquellos cometidos por integrantes de fuerzas estatales”.
La doctrina de la Corte ha ignorado lo dispuesto por los arts. 4.6 y 6.4 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y del Tratado Internacional de Derechos Civiles y Políticos, suscriptos por Argentina, que disponen que todos los delitos son amnistiables.
Y precedentes jurisprudenciales internacionales que han sostenido, sobre temas similares, la misma doctrina de sostenimiento del principio de legalidad que impera en la Constitución Nacional.
Así, el más alto tribunal penal de Francia, la Sala Criminal de la Corte de Casación francesa, en el caso “Aussaresses” del año 2003, consideró prescriptos los hechos ocurridos en la década de 1950 durante la guerra de liberación de Argelia. Al juzgar las expresiones de un general que reconoció que el ejército había realizado secuestros e interrogado con torturas la Corte de Casación señaló que Francia adhirió al Tratado sobre Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y Crímenes de lesa Humanidad ” con posterioridad a los hechos de esa guerra por lo que aplicarlo retroactivamente violaría el principio de legalidad. Señaló además que los llamados crímenes de lesa humanidad son una nueva categoría de delito motivo por el cual si el Estado quisiera aplicarlos debería establecerlos como tales en la legislación interna.
En el caso “Pinochet” la máxima instancia judicial inglesa rechazó el pedido de extradición solicitado por el juez español Garzón considerando fundamentalmente la fecha de entrada en vigencia en Chile y en Inglaterra de la “Convención contra la Tortura y otros Tratados o penas Crueles, Inhumanas o Degradantes” y el momento previo en que habían sido cometidos los delitos por los cuales se solicitaba la extradición del dictador chileno, agregando que pese a la gravedad de los hechos que investigaba el juez español y la falta de juzgamiento en el país en el que ellos ocurrieron, el tribunal inglés otorga plena vigencia al principio de irretroactividad de la ley penal y rechazó la extradición solicitada.
Los tres fallos de la Corte provocan un evidente conflicto de poderes al revisar el Judicial atribuciones privativas del Congreso y el Ejecutivo. Al decir la Corte que los hechos de la categoría no pueden ser objeto de amnistías e indultos, priva a los otros poderes de los dos principales instrumentos que la Constitución les brinda para lograr la finalidad –anunciada en el Preámbulo de la Carta Magna- de “consolidar la paz interior”.
La nueva mayoría automática de la Corte Suprema de Justicia argentina hace actuar en el terreno la política contingente auspiciada por los aliados del ex Presidente Néstor Kirchner y su esposa, la actual mandataria, con gravísimo daño para el sistema judicial y las garantías judiciales de los ciudadanos. La línea en marcha arriesga seriamente la paz social, compromete los fines más primarios de la ley, la justicia y el derecho y regresa por otros medios a un conflicto que se creía terminado.
A ello se suman numerosas irregularidades prácticas en la sustanciación de los procesos también alzadas contra la garantía del debido proceso legal. Con prisiones preventivas dispuestas por el mero encarcelar, ajenas a cualquier preocupación cautelar, convertidas en verdaderas condenas sin sentencia. A pesar de los compromisos contraídos por la Argentina frente a la comunidad internacional como firmante de los tratados vigentes en la materia, los militares y policías que combatieron el terrorismo son los únicos miembros de la sociedad que permanecen en prisión sin condena por plazos muy prolongados, siempre en exceso de los tres años que el derecho internacional fija como plazo máximo para aguardar en prisión el juicio de rigor. Con el agravante de que en varios casos, pese a que la ley establece lo contrario, varios militares y policías están presos en cárceles comunes de máxima seguridad pese a tener más de setenta y hasta de ochenta años.
Cincuenta y cuatro personas han muerto en estas condiciones en prisión desde la instauración de la doctrina de reapertura de los juicios por hechos de los años ’70.
Esta nueva persecución judicial lleva siete años de evolución sin que se registren sentencias definitivas de condena. Si bien puede contarse alguna excepción, la enorme mayoría espera desde hace años un juicio que no llega contra cualquier noción de razonabilidad y todo criterio de administración de los tiempos. Y ello pese a una vieja doctrina de la Corte Suprema en el fallo “Mattei”
[6][6] que exige que el imputado en causa penal sea juzgado en un “plazo razonable”, criterio que fuera consagrado más tarde en el artículo 8.1 de la Convención Americana de Derechos Humanos. Lo que hoy día se reconoce como apotegma central de cualquier sistema de juicio penal, el derecho del encausado a obtener un pronunciamiento definitivo que ponga fin a la incertidumbre en que lo sume la sustanciación de la causa es en la especie, a más de treinta años de los hechos que se pretende reconstruir, ventilar y juzgar, de cumplimiento imposible. Los imputados no tienen manera de situar los casos particulares en las circunstancias de su época, muchos protagonistas han muerto, son comunes los fallos de memoria y la propia condición del fenómeno -arma impropia en la política de estos años meneada según el interés contingente- tiene más relación con la mitología que con la historia.
Bajo estas condiciones el proceso criminal no se interesa por el caso concreto que supuestamente tiene por objeto. La reconstrucción de los hechos, la valoración de la prueba y lo que puede o no tener que ver el imputado con el episodio que fuere no tiene relevancia alguna. El trámite se agota en hacer desfilar los mismos testigos de una audiencia a otra, oír lo que cada uno vaya a contar sobre lo que le tocó padecer durante cierto momento de la guerra civil, pasar por alto lo que el mismo testigo hizo para la organización terrorista a la que sirvió en el enfrentamiento y, con el fenómeno de violencia según lo muestran ciertas versiones de un bando, caer sobre los militares y policías con argumentos de alarmante generalidad y total imprecisión.
Hay otra manifestación de la inequidad en la manera como se arma la relación procesal, por cuanto en los juicios de esta categoría el derecho de querella se convirtió en una verdadera acusación popular. El juicio criminal argentino tiene una tradición más que centenaria en la acción penal pública regulada por el Código Penal de 1921; el fiscal lleva la acusación en nombre de la ley y de la sociedad, integrante del órgano establecido con rango constitucional desde la reforma de 1994. Y aunque el derecho de querella del particular también es tradición en la ley nacional, esa condición se reserva al particular damnificado sobre quien recayó la conducta que fuere. La ley es así y se mantiene igual para los demás casos; pero para los juicios impulsados por el gobierno establecido, los tribunales vienen admitiendo en el papel de querellantes a las más diversas organizaciones o estructuras privadas que declaran interés en el caso no por el caso en sí mismo sino por el tema que en él se involucra. Los imputados están por tanto en la peor condición: sin medios para contratar un defensor de confianza, en manos de esforzados funcionarios públicos designados muchas veces ad hoc , sin jueces probadamente imparciales, ninguna garantía personal y una patética inferioridad en el escenario con salas colmadas de querellantes y el público reclutado por su aversión y hostilidad. De tal estado de cosas puede esperarse mucho, aunque previsiblemente, sin duda, nada será favorable.
Los abogados defensores sufren dificultades para interrogar a los testigos de la acusación, severas limitaciones para proponer otras pruebas, y una firme tendencia a ver desvirtuados sus argumentos las más de las veces sin ninguna consideración o respuesta
El respeto a la ley es el único camino civilizado para alcanzar la Justicia. Y es precisamente por ello que los abogados reunidos en defensa del estado de derecho en la República Argentina no cejarán en sus esfuerzos hasta que se reinstaure en la República Argentina el estado de derecho para todos sus habitantes.
Si se ha reprochado que las juntas militares abandonaron la legalidad para alcanzar la victoria sobre el terrorismo, nuevamente ahora se desdeña la legalidad para lograr lo que se ampara en la palabra justicia, lo que en realidad termina siendo su negación, un nuevo atentado contra el orden jurídico tanto más repudiable por cuanto se consuma en nombre de la Constitución y de la preocupación por el derecho.
La sana aspiración de la comunidad internacional empeñada en desarrollar el derecho de los derechos humanos como herramienta para desterrar los abusos del poder y lograr el respeto de todos los países por las garantías primarias del hombre y del ciudadano se ha visto tergiversada: en la Argentina, los derechos humanos se han convertido en la herramienta política de contingencia que, en vez de disciplinar al Estado, es el pretexto o disfraz para fortalecer el poder establecido y disuadir a los disidentes políticos.
Tan es esto así que si bien la política descripta se padece particularmente por los militares últimamente también amenaza a los civiles. Un prestigioso magistrado que fue ministro de la provincia de Buenos Aires y no tuvo ni pudo tener relación con las medidas de contraterrorismo implementadas por las Fuerzas Armadas, fue afectado a una de esas causas y privado de su libertad como una de las primeras víctimas de una estrategia adicional hecha pública por quienes proclaman y ejecutan la política de persecución que hace uso alternativo del derecho con maneras que podrían inspirarse en los juicios de Moscú de 1939. Es el reemplazo de la justicia por la venganza, pero no sólo eso; es también la renovación de las proclamas y objetivos más radicalizados de los años setenta, bien que por otros medios posibles por detentar sus cultores los instrumentos del poder formal.
La Asociación de Abogados por la Justicia y la Concordia no se sitúa en las antípodas por diferencias ideológicas o el mero discrepar. No hay entre sus miembros ningún tipo de actividad política pues, aunque algunos la tienen docente o vocación jurídica, por lo común ejercen la profesión de abogado y comparten la adhesión por las instituciones forjadas por la Argentina durante 200 años de vida independiente. La defensa de los derechos de la Constitución y la preocupación por superar antinomias fijando las pautas básicas para la convivencia pacífica y organizada son los cultos por venerar si no se quiere extraviar el rumbo una vez perdido en Argentina.
Resulta pues nuestra obligación denunciar el grave estado de violación de las más elementales normas y garantías jurídicas contenidas en la Constitución y en los Tratados Internacionales de Derechos Humanos que están sufriendo determinados ciudadanos en la República Argentina, discriminados por su posición política, ideológica o pertenencia a una determinada institución.
[1][1] Félix Luna, “La Nación” del 16/08/2003
[2][2] Fallos 327: 3294, del 24/08/2004
[3][3] Fallos 328: 2056, del 14/6/2005
[4][4] Fallos 330:3248, del 13/7/2007
[5][5] CSJN 10/5/05.
[6][6] Fallos 272:188, del 29/11/0968