A Lord Keynes no le hubiera sorprendido del todo que, a más de medio siglo de su muerte, NOTICIAS lo haya nombrado su personaje del año y que en otros medios tanto aquí como en el resto del planeta economistas y, con más entusiasmo aún, políticos se hayan puesto a cantar loas a su figura y proclamarse keynesianos. Entendió como pocos el poder de las ideas. Dijo una vez, con un toque de modestia que no le era nada habitual: “Los locos con autoridad, los que oyen voces en el aire, están destilando su frenesí de lo dejado por algún escritorzuelo académico de pocos años atrás”. Era su forma de reivindicar el dictamen de otro británico, Percy Bysshe Shelley, según el cual “los poetas son los legisladores no reconocidos de la humanidad”, aunque reemplazó a los artistas creativos por los estudiosos de las ciencias sociales.
Por JAMES NEILSON, periodista y analista político
De tales voces académicas la de John Maynard Keynes es la más persistente y más seductora. Últimamente se ha hecho plenamente audible en Londres y Washington, en Tokio y Pekín, ciudades que se han transformado en fábricas de paquetes keynesianos, aunque no ha convencido a muchos en Berlín donde el ministro de Finanzas alemán se ha burlado ferozmente del “keynesianismo craso” de los demás.
Con todo, desde hace varios años hasta en los últimos confines de la Patagonia han podido oírse ecos tenues, apenas inteligibles, de lo que Keynes decía 70 años antes cuando la economía mundial parecía incapaz de salir de la parálisis en la que había caído.A comienzos de su gestión presidencial, Néstor Kirchner no vaciló en declararse “keynesiano”. Es poco probable que haya estudiado la obra del maestro –su libro más célebre, “La teoría general del empleo, el interés y el dinero” está tan erizado de jerga especializada, de ecuaciones algebraicas, del cálculo diferencial y de otras herramientas matemáticas abstrusas que ningún lego (como el que escribe) trataría de penetrarlo– pero como tantos otros, quien se encargaría de la economía argentina habrá supuesto que Keynes siempre estaría a favor de un gasto público mayor y que por lo tanto le convendría adoptarlo como su gurú personal.
Huelga decir que Keynes dista de ser el único pensador del pasado cuyas ideas, debidamente tergiversadas, son usadas hoy en día para justificar cursos de acción y actitudes que no hubieran merecido su aprobación.
Los fantasmas de Karl Marx, Friedrich Nietzsche, Charles Darwin e incluso Albert Einsteín (“todo es relativo”) y Werner Heisenberg (“nada es cierto”), para nombrar sólo a algunos que son relativamente modernos, compartirán su molestia por la costumbre de los mortales de aprovechar lo que imaginan son sus enseñanzas para justificar lo que harían de todos modos.
En la gran universidad en el cielo a la que se van los que desde las sombras continuarán gobernando a los vivientes, centenares de hombres como ellos estarán mofándose de los errores cometidos por quienes se suponen sus discípulos.
Al decir de Keynes, “las ideas de los economistas y los filósofos políticos, estén buenas o estén malas, son más poderosas de lo que comúnmente se entiende. Efectivamente, el mundo está gobernado por muy pocas otras cosas”. Keynes supo también que las ideas que gobernarían el mundo llegarían a quienes andando el tiempo tratarían de implementarlas simplificadas, fragmentadas y distorsionadas. Elitista nato, nunca subestimó la capacidad de sus congéneres menos talentosos para aferrarse a malentendidos.
El que de todas las eminencias mencionadas, en este momento Keynes sea por un amplio margen la más influyente, es, pensándolo bien, motivo de alivio, puesto que un mundo señoreado por los resueltos a homenajear a su manera a Marx, Darwin o Nietzsche sería pesadillesco.
Así y todo, su popularidad actual es inquietante.
La razón por la que Keynes disfruta de tanto prestigio consiste en que dio respetabilidad intelectual a las “políticas proactivas”, o sea, a la idea de que le corresponde al Estado inundar la economía de dinero si por alguna razón los empresarios y financistas se niegan a hacerlo. Por razones evidentes, tal consejo encanta tanto a los políticos como a los muchos que sienten que las deficiencias sociales y, sobre todo, éticas del orden capitalista son suficientes como para descalificarla aunque ninguna alternativa que se ha probado haya resultado ser claramente mejor. Desde su punto de vista, el que un aristócrata británico sumamente dotado que, para más señas, era más interesado en conservar el orden existente que en dinamitarlo haya afirmado que a veces es fundamental que el Estado intervenga vigorosamente en la economía quiere decir que siempre lo es. Por supuesto que la posición de Keynes no era tan sencilla: sabía muy bien que al elegir el remedio indicado había que tomar en cuenta el estado del enfermo. Por lo demás, prefería que los mercados funcionaran “normalmente” a que dependieran de las decisiones de burócratas. No era enemigo del capitalismo sino un pensador consciente de la importancia insustituible de la confianza.
En los años treinta del siglo pasado, cuando para desesperación de todos la economía estadounidense, ya la más grande del mundo, permaneció comatosa por mucho tiempo, la prédica de Keynes contribuyó a restaurar las esperanzas de quienes entendían que la abolición lisa y llana del sistema capitalista sólo serviría para abrir las puertas a los ideólogos genocidas de la extrema izquierda o de la variante fascista. Así las cosas, era urgente curarlo de la enfermedad que lo mantenía postrado.
El remedio que planteó implicaba una especie de “tercera vía” que, supuso, salvaría al capitalismo liberal de los males que le eran inherentes. Con un sentido práctico nada común ni en aquella época ni en las siguientes, Keynes propuso suspender las reglas clásicas hasta que, una vez terminada la emergencia, las cosas pudieran volver a lo que suele llamarse la normalidad.
Por desgracia, para que lo hicieran resultó ser necesario un “paquete de estímulo” que sería decididamente mayor que los imaginados por él o por el en aquel entonces presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt.
Lo que puso fin a la depresión no fue el “New Deal” de Roosevelt sino la Segunda Guerra Mundial.
Sería en el mundo de la posguerra que las recetas recomendadas por Keynes se convertirían en la ortodoxia dominante.
Durante algunos decenios, parecieron funcionar muy bien. A juicio de los keynesianos auténticos, posibilitaron “los treinta años gloriosos” de expansión con ocupación plena en muchos países capitalistas en ambos lados del Atlántico y el Japón, si bien no en la Argentina, cuya larguísima crisis se hizo sentir justo cuando el resto del mundo occidental dejaba atrás la miseria.
Cuando el presidente norteamericano Richard Nixon dijo que “todos somos keynesianos”, el triunfo de las doctrinas de Keynes pareció definitivo, pero entonces la inflación que surgió después del primer choque petrolero se las arregló para desprestigiar sus planteos.
Llegó el turno de los monetaristas “neoliberales” que también se anotarían muchos éxitos pero que también verían que sus ideas no constituyeron una panacea.
A partir del estallido reciente de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos y el colapso en cadena de una serie de instituciones financieras gigantescas, se ha creado una situación que es bastante similar a la que motivó a Keynes a emprender la búsqueda de una forma de reavivar los mercados.
Puesto que ningún banquero en sus cabales quiere prestar dinero a nadie, los inversores están ocupados lamentando sus pérdidas y los empresarios están pensando en cómo reducir sus gastos al mínimo hasta que por fin el panorama se aclare, sólo queda el Estado como inversor de última instancia.
Bajo los auspicios intelectuales del nuevamente endiosado lord inglés, en el mundo entero los gobernantes están esforzándose por mostrarse a la altura de las circunstancias.
Parecería que para los norteamericanos un billón de dólares, euros, libras o lo que fuera, son monedas.
Aterrorizados por el temor a que la economía local pronto termine como la de Zimbabwe o de Corea del Norte, donde no hay nada en los almacenes y la gente intenta sobrevivir escarbando por raíces, están repartiendo plata sin preocuparse por las consecuencias a mediano y largo plazo de tanta generosidad.
¿Servirán las inyecciones colosales para reanimar el paciente?
Los más suponen que sí –aunque el mandamás actual del FMI, el francés Dominique Strauss-Kahn, quiere que los paquetes sean todavía más abultados–, pero hasta ahora su efecto ha sido escaso. Será porque a los empresarios, financistas y así por el estilo no les gusta para nada el futuro hiperregulado que los políticos les tienen reservado.
En tal caso, las medidas “keynesianas” que están tomándose resultarán contraproducentes; aun cuando sirvan para que la recesión no llegue a ser una gran depresión mundial, lo harán a costa de un porvenir signado por la estanflación generalizada, lo que podría tener consecuencias geopolíticas catastróficas por encontrarse las economías más débiles, y por lo tanto más vulnerables, en zonas que ya son brutalmente conflictivas.
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