La batalla de Trípoli: Kadhafi, nuestro bárbaro
Justo ahora que el revolucionario libio aparecía en la fotografía con Barack Obama y era amigo del conservador popular italiano Silvio Berlusconi ocurre su derrumbe: el enfoque es muy interesante.
Muhammad Kadhafi, sexagenario beduino de origen bereber -bárbaro- padece el penúltimo aislamiento.
Más costoso, en materia de muertos, que el aislamiento de 17 años, como consecuencia del atentado en el avión de Panam. Caído en Lockerbie, Escocia.
Uno de los ministros que acaba de traicionarlo no vacila en atribuir, el atentado, a la inspiración intelectual del líder.
Los muertos de Lockerbie, en 1987, fueron 270. Enriquecieron después a sus descendientes. Correspondieron 10 millones de dólares por cada cadáver.
Aquel aislamiento lo llevó a Kadhafi a ser protagonizar del Eje del Mal. Junto a Irán y Corea del Norte. Desde donde sólo pudo evadirse en el 2004. Gracias a las necesidades de George Bush junior y de Tony Blair, pudo atravesar el rubicón de los malditos. Y volverse, de pronto, para la selectividad de Occidente, un ex terrorista que supo madurar, como buen tercermundista apaciblemente confiable. Como si el bárbaro fuera, en adelante, otro Mubarak. Con inferior densidad política.
Pero con superior valoración económica, sentado sobre un volcán de indispensable energía.
Los 2.700 millones de dólares, invertidos en indemnizaciones, le sirvieron a Kadhafi para ser socialmente aceptado. Después de haber sido panarabista, anticomunista, tercermundista, pro-soviético, panafricano, pasaba a revistar entre los amigos. De intentar alianzas truncas para combatir al imperialismo, se puso, al final, a sus pies.
De ser el asesino imprevisible, Kadhafi pasaba a ser tratado como un líder natural, atractivamente extravagante. Un rebelde domado, que perfectamente podía llegar a las capitales europeas, cargado de curiosidades y pintoresquismos. Para alojarse en su carpa inmensa, lujosa, de beduino. Pero protegido por Las Amazonas (las guardaespaldas mujeres), que cautivaban a los medios, como las míticas enfermeras ucranianas. O bálticas. Con las que, el Bárbaro, solía reposar.
Los poderosos lo cortejaban. Se le rendían. Complacidos por la seducción irresistible del petróleo.
El Occidente que perdona
Muhammad Kadhafi, sexagenario beduino de origen bereber -bárbaro- padece el penúltimo aislamiento.
Más costoso, en materia de muertos, que el aislamiento de 17 años, como consecuencia del atentado en el avión de Panam. Caído en Lockerbie, Escocia.
Uno de los ministros que acaba de traicionarlo no vacila en atribuir, el atentado, a la inspiración intelectual del líder.
Los muertos de Lockerbie, en 1987, fueron 270. Enriquecieron después a sus descendientes. Correspondieron 10 millones de dólares por cada cadáver.
Aquel aislamiento lo llevó a Kadhafi a ser protagonizar del Eje del Mal. Junto a Irán y Corea del Norte. Desde donde sólo pudo evadirse en el 2004. Gracias a las necesidades de George Bush junior y de Tony Blair, pudo atravesar el rubicón de los malditos. Y volverse, de pronto, para la selectividad de Occidente, un ex terrorista que supo madurar, como buen tercermundista apaciblemente confiable. Como si el bárbaro fuera, en adelante, otro Mubarak. Con inferior densidad política.
Pero con superior valoración económica, sentado sobre un volcán de indispensable energía.
Los 2.700 millones de dólares, invertidos en indemnizaciones, le sirvieron a Kadhafi para ser socialmente aceptado. Después de haber sido panarabista, anticomunista, tercermundista, pro-soviético, panafricano, pasaba a revistar entre los amigos. De intentar alianzas truncas para combatir al imperialismo, se puso, al final, a sus pies.
De ser el asesino imprevisible, Kadhafi pasaba a ser tratado como un líder natural, atractivamente extravagante. Un rebelde domado, que perfectamente podía llegar a las capitales europeas, cargado de curiosidades y pintoresquismos. Para alojarse en su carpa inmensa, lujosa, de beduino. Pero protegido por Las Amazonas (las guardaespaldas mujeres), que cautivaban a los medios, como las míticas enfermeras ucranianas. O bálticas. Con las que, el Bárbaro, solía reposar.
Los poderosos lo cortejaban. Se le rendían. Complacidos por la seducción irresistible del petróleo.
El Occidente que perdona
“Sorpresas que da la vida”, diría Pedro Navaja. Matón de esquina.
Justamente cuando el Bárbaro se había convertido en “Nuestro Bárbaro”. Le viene, inesperadamente, el efecto contagiosamente residual de la rebelión.
La peste de insurrección popular que atormenta al llamado (en Occidente) Medio Oriente. Maldición iniciada por aquel verdulero que se inmoló en el pueblito de Túnez, país -al contrario de Libia- asociado al fracaso.
La peste de la liberación se lo llevó puesto primero, en un mes, a Ben Alí. Al que le faltaba el respeto hasta su mujer.
Después, en quince días, la peste se lo llevó a Mubarak. Aunque quedó Al Tantawi, acaso su ministro más leal.
Egipto proporcionaba el enigma de la historia y la racionalidad política. Y Túnez, la idea del balneario. El sol para los turistas europeos que buscaban disipadamente los placeres de Epicuro.
Con la Libia de Kadhafi, el Bárbaro, no iba a resultar tan fácil como los anteriores.
Menos ahora, que Occidente, por interés, lo había perdonado. Porque lo necesitaba. Sin embargo, la característica del perdón no alcanzaba para inmunizarlo de la nueva condena. La peste de la libertad.
Por defensa cultural, el llamado Occidente suele espantarse ante la presencia televisada de los muertos.
La calle -alzada- desafiaba, después de 40 años de delirios y opresiones, su poder.
La contestación popular, colmada de ingratos, pretendía desalojarlo. Aunque reconocieran que en Libia, comparativamente, la miseria no tuviera lugar.
Lo único que le brinda legitimidad, al Bárbaro, es el poder. Ejercicio absoluto que cultiva desde 1969. Cuando se lo cargó, a los 27 años, al agonizante Rey Idriss. En adelante, el poder pasó a convertirse en un atributo natural. Sólo podía pensar en cederlo a alguno de sus hijos. Cuando cesara. Pero la calle -alzada-, colmada de desagradecidos, se amontonaba en Benghazi, en Tobruk, o en Trípoli, para acabar con su dinastía.
El tiro del final
Kadhafi supo construirse -como le gusta a Cristina- un relato épico.
Por lo tanto, no iba a alterarse si debía matar a todos los cretinos que fueran necesarios. Apestados de deseos de liberación.
Pudo sostenerse, los 40 años, por la capacidad de equilibrar su liderazgo entre las diversas tribus. Para conducirlas, desde la superioridad y el terror.
Pero los jefes, ahora, ya no iban a obedecerle ciegamente. Se resistían a matar a los representantes de sus etnias, que manifestaban el desprecio y el cansancio.
Costaba entender que se trata de otro momento histórico. Sobre todo cultural.
Brotan, para Kadhafi, como dátiles, los traidores.
Los de la tribu Al Sauya, arraigados en el Este, amenazaban con interrumpir las exportaciones de petróleo. Si no detenía la faena de aplastar a los manifestantes.
En simultáneo, se producían los alejamientos de los miembros mejor posicionados de los Sauya. Se volvían en su contra. Se anexaban en las manifestaciones.
O peor Akram, otro jefe, pero de la tribu Al Warfalla, la que controlaba la gran parte de Benghazi, la primera zona liberada.
Sin reparos, Akram declaró al -para Kadhafi- comandante principal de la rebelión. La cadena Al Jazeera. El pilar sustancial de la conspiración. A través del imbatible armamento televisivo y el ejercicio responsable del periodismo. Akram le dijo a Al Jazeera:
“El Hermano Kadhafi ya dejó de ser nuestro hermano. Le pedimos que deje el país”.
Se sumaron hasta de la tribu Senoussi. La confraternidad religiosa que tampoco podía sostener el recurso demencial de la muerte.
Kadhafi, Nuestro Bárbaro, ineludiblemente pierde.
Junto al poder, el atormentado pierde, también, la noción mínima de la realidad. Desvaría.
Cabe, en la construcción de su relato, el epílogo romántico del suicidio.
Pero el Bárbaro, el Guía de la Revolución, un asesino de verdad, iba a reprimir y matar a canilla libre.
Aunque se encuentre rigurosamente perdido. Recluido en Trípoli, y al borde del balazo previsible, que puede partir de cualquier recámara. De alguna Amazona, acaso. Incluso, desde la recámara propia. Para acabar con el aislamiento definitivo
Justamente cuando el Bárbaro se había convertido en “Nuestro Bárbaro”. Le viene, inesperadamente, el efecto contagiosamente residual de la rebelión.
La peste de insurrección popular que atormenta al llamado (en Occidente) Medio Oriente. Maldición iniciada por aquel verdulero que se inmoló en el pueblito de Túnez, país -al contrario de Libia- asociado al fracaso.
La peste de la liberación se lo llevó puesto primero, en un mes, a Ben Alí. Al que le faltaba el respeto hasta su mujer.
Después, en quince días, la peste se lo llevó a Mubarak. Aunque quedó Al Tantawi, acaso su ministro más leal.
Egipto proporcionaba el enigma de la historia y la racionalidad política. Y Túnez, la idea del balneario. El sol para los turistas europeos que buscaban disipadamente los placeres de Epicuro.
Con la Libia de Kadhafi, el Bárbaro, no iba a resultar tan fácil como los anteriores.
Menos ahora, que Occidente, por interés, lo había perdonado. Porque lo necesitaba. Sin embargo, la característica del perdón no alcanzaba para inmunizarlo de la nueva condena. La peste de la libertad.
Por defensa cultural, el llamado Occidente suele espantarse ante la presencia televisada de los muertos.
La calle -alzada- desafiaba, después de 40 años de delirios y opresiones, su poder.
La contestación popular, colmada de ingratos, pretendía desalojarlo. Aunque reconocieran que en Libia, comparativamente, la miseria no tuviera lugar.
Lo único que le brinda legitimidad, al Bárbaro, es el poder. Ejercicio absoluto que cultiva desde 1969. Cuando se lo cargó, a los 27 años, al agonizante Rey Idriss. En adelante, el poder pasó a convertirse en un atributo natural. Sólo podía pensar en cederlo a alguno de sus hijos. Cuando cesara. Pero la calle -alzada-, colmada de desagradecidos, se amontonaba en Benghazi, en Tobruk, o en Trípoli, para acabar con su dinastía.
El tiro del final
Kadhafi supo construirse -como le gusta a Cristina- un relato épico.
Por lo tanto, no iba a alterarse si debía matar a todos los cretinos que fueran necesarios. Apestados de deseos de liberación.
Pudo sostenerse, los 40 años, por la capacidad de equilibrar su liderazgo entre las diversas tribus. Para conducirlas, desde la superioridad y el terror.
Pero los jefes, ahora, ya no iban a obedecerle ciegamente. Se resistían a matar a los representantes de sus etnias, que manifestaban el desprecio y el cansancio.
Costaba entender que se trata de otro momento histórico. Sobre todo cultural.
Brotan, para Kadhafi, como dátiles, los traidores.
Los de la tribu Al Sauya, arraigados en el Este, amenazaban con interrumpir las exportaciones de petróleo. Si no detenía la faena de aplastar a los manifestantes.
En simultáneo, se producían los alejamientos de los miembros mejor posicionados de los Sauya. Se volvían en su contra. Se anexaban en las manifestaciones.
O peor Akram, otro jefe, pero de la tribu Al Warfalla, la que controlaba la gran parte de Benghazi, la primera zona liberada.
Sin reparos, Akram declaró al -para Kadhafi- comandante principal de la rebelión. La cadena Al Jazeera. El pilar sustancial de la conspiración. A través del imbatible armamento televisivo y el ejercicio responsable del periodismo. Akram le dijo a Al Jazeera:
“El Hermano Kadhafi ya dejó de ser nuestro hermano. Le pedimos que deje el país”.
Se sumaron hasta de la tribu Senoussi. La confraternidad religiosa que tampoco podía sostener el recurso demencial de la muerte.
Kadhafi, Nuestro Bárbaro, ineludiblemente pierde.
Junto al poder, el atormentado pierde, también, la noción mínima de la realidad. Desvaría.
Cabe, en la construcción de su relato, el epílogo romántico del suicidio.
Pero el Bárbaro, el Guía de la Revolución, un asesino de verdad, iba a reprimir y matar a canilla libre.
Aunque se encuentre rigurosamente perdido. Recluido en Trípoli, y al borde del balazo previsible, que puede partir de cualquier recámara. De alguna Amazona, acaso. Incluso, desde la recámara propia. Para acabar con el aislamiento definitivo
Autor: Jorge Asis
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